miércoles, 23 de mayo de 2012

Amar y dejar partir

Nosotros éramos de porcelana. Casas, pisos, muebles e incluso algunas plantas y animales. Todos los días, uno más en esta ciudad pequeña.
Yo sabía que había otras cosas a lo lejos, detrás de las montañas, más allá de las tierras conocidas, aún más lejos que las mismísimas nubes. Siempre escuchaba con atención los relatos de aquellos a los que llamábamos dioses y se lo contaba a mis compañeros que no hacían caso.
Una tarde me sorprendí observando lo que mi pequeño dios hacía. Era muy parecido a mis actividades, sólo que seis veces más enorme, o diez veces más enorme; no lo sé. Pasaba mañanas enteras viéndolo y balbuceaba palabras como si fuera a hablarle... pero no era así. Nunca lograría tomar el valor necesario.
Una noche lo hallé llorando. Recuerdo eso. Todos estaban como locos porque una de las calles principales se había inundado. La verdad era que me preocupé más por el niño. Al pobre hasta lo acusaban de haber estado lagrimeando sin dar cuenta dónde lo hacía. Fue allí cuando comprendí toda la carga que llevaba encima; y no sólo de nuestro mundo. Seguramente, muchos otros mundos más y hasta quién sabe lo que sucedía en su mundo.
Decidí volver a asomarme. Lo estuve vigilando por un tiempo pero la figura gigantesca no paraba de sollozar. Pude notarlo: sus manos, esas que nos formaron, se estaban deshaciendo. Él también era como nosotros... por dentro y fuera, frágil, de porcelana.
Hablé con mis pares. No sobraba intentar convencerlos a pesar de que yo no fuera nadie. Unos pocos aceptaron.
Viajamos hasta las montañas rápidamente; no teníamos mucho tiempo. Llegamos hasta el agujero de fuego que se hacía presente en las historias de los ancianos. Nos dejamos caer en el volcán y fundimos nuestros cuerpos.
Al día siguiente el niño amaneció entero y, en la tarde que acontecía, mis ojos parpadeaban como por primera vez.