Después de
todo, el hechizo podría haber sido roto.
La alarma
anuncia otro día. Alimento. Transporte. La aguja corre sin tregua. La oficina.
Teléfonos. Murmullos. Otra alarma da paso al regreso a casa. Más murmullos. Más
teléfonos. Transporte. Oficinas ya lejanas. Alimento. Descanso servido en
píldoras. La aguja corre sin tregua.
La alarma
anuncia otro día. Alimento. Transporte. La oficina. Teléfonos. La mujer del escritorio
del frente discute con su supervisor (probablemente sean amantes, eso no
importa) y crea un ambiente tenso. Los teléfonos ahora no pueden ser atendidos;
son más interesantes los murmullos en eco de la discusión. Otras bocas simulan
que nada sucede… Se oye la alarma que da paso al regreso a casa: Esta vez el
lugar se vacía más rápido que lo normal. La aguja corre sin tregua. Anonimato
masivo. Luego de media hora de espera, el colectivo llega repleto: intenso
calor humano; desconfianza entre quienes están parados muy cerca; envidia hacia
los que están sentados; una anciana sube y no le es otorgado un asiento. Una
muchacha grita para que se lo den pero todos parecen –instantáneamente-
inmóviles, sordos o dormidos. Seguido de esto, otra mujer de no más de cincuenta
años también se une al transporte y mira fijamente a un joven que lleva
auriculares, casi como desafiándolo para que le brinde el asiento que ocupa
(para eso sí dice ser vieja); un hombre gordo habla solo… embotellamiento en la
avenida Corrientes. La aguja corre sin tregua. Al fin, la parada.
No hay
tiempo para relajarse y la cabeza aún intenta descifrar un problema bancario
que la empresa cobró equivocadamente. Cena: de nuevo el olvido por la compra de
provisiones. Sólo quedan los restos gomosos de la pizza hecha hace dos días.
Baño: una ducha rápida. Al pasar por el espejo crea un intento desesperado por
no observar aquel rostro cansado, mirando hacia el agua que corre en el
lavamanos. El tiempo pasa pero parece no haber tiempo, el tiempo pasa pero
parece no haber tiempo (el descanso se ha convertido en delito). Píldoras para
poder dormir.
La alarma no
ha sonado. Es tarde, muy tarde, y no hay lugar para el desayuno. Los pocos
ahorros que serían dedicados para una comida digna de fin de semana son
gastados en un taxi. La aguja corre sin tregua. Al llegar a la oficina, una
compañera recalca que las medias puestas son diferentes. Sudor. La reunión
semanal con el jefe en la que nunca faltan las risas interesadas. Se hacen
presentes personas que pretenden pisar el rostro de cualquiera para “elevarse”.
Teléfonos. La alarma que da paso al regreso a casa: El falso rebaño escapa del
camión. Náuseas... desmayo por baja presión.
Un rostro
femenino despierta al hombre tendido en el piso.
¡Qué bien se lo veía! Creo que mis enormes ojos, al
compás del balbuceo, hicieron volverlo en sí... “Ya no seré el mismo, ya no
seré el mismo” decía intensamente.
Ambos nos
sentamos en un banco de la plaza Jean Jaurès. Le expliqué lo asqueada que
estaba al notar que nadie había sido capaz de ayudarlo. Reanimado me agradeció
(de manera algo exaltada) todo lo que había hecho por él. Me dio su teléfono y
hasta propuso reencontrarnos en algún café de la zona. No lucía igual a esos
hombres que intentan aprovecharse de una. Tenía aspecto de anciano sabio. Sin
mucho que objetar, acepté alegremente la invitación. Deseaba conocer a alguien
así hacía mucho.
Feliz.
No mucha
gente puede decir que el desmayarse es algo positivo… yo sí. El día en que
conocí a aquella muchacha, decidí volver a mi casa caminando. Tal vez me había
encantado con su magia… ¿o había roto esa horrenda maldición rutinaria? El
mundo tenía otro sentido para mí. Hasta puedo afirmar que aprecié los chistes
de aquellos estúpidos programas televisivos chismosos y comí lo mejor posible.
Luego, miré con gracia al reflejo de ese hombre viejo que estaba dentro del
espejo. No hubo necesidad de tomar pastillas esa noche.
La gente a
quien aborrecía ahora era una sombra. Ya no me molestaban las acciones ajenas y
Buenos Aires parecía tan hermoso sin ellas…
A la salida
del trabajo, casi transportado entre la masa que se movía por inercia en una
sola dirección, llegué al café en donde encontraría a mi nueva amiga (si es que
la podía llamar así).
La hora y el
lugar eran correctos pero ella no aparecía. ¿Por
qué? ¡No aparecía, no aparecía, no aparecía…! ¡Ella había aceptado con gusto!
Cada palabra
pisaba los restos de la pequeña voluntad que esa misma niña le había inculcado.
Desistiendo se entregó al falso rebaño, al anonimato masivo de sombras que otra
vez no eran sombras sino espectros. Oficinas. Teléfonos. Murmullos fuertes,
cada vez más fuertes. El descanso volvió a convertirse en delito a menos que
fuera servido en píldoras, en píldoras, en píldoras. La alarma anuncia otro
día. Alimento. Transporte. Y la aguja… y la aguja corría… y la aguja corría sin
tregua…
Después de
todo, el hechizo podría haber sido roto.