martes, 30 de agosto de 2011

Cuando los sueños no son distinguidos fácilmente...

Una historia que escribí no hace mucho: "Habitación 153".



Este cuento transcurre en un lugar algo apartado de la ciudad, dentro de un edificio bastante maltratado por el tiempo. En él podemos encontrar cientos de habitaciones muy parecidas entre sí. Cada una discriminada por un número en particular.
A la que se le dará mayor importancia será a la número 153. Allí se hallaba un hombre de mediana edad, con aspecto normal según los patrones de aquella sociedad, de estatura pequeña al igual que el resto de su cuerpo. Tenía pelo rubio, el cual le llegaba hasta los hombros y recubría gran parte de su cara; y sus ojos negros (con los párpados algo caídos) poseían una tenebrosa mirada que intimaba a quien se atreviera a observarlo de frente. Siempre esbozaba una sonrisa que lo hacía parecer seguro de sí mismo y conocedor de los más íntimos secretos habidos desde la concepción del mundo. No mantenía contacto con las personas, salvo con unas pocas que se acercaban a él. Tampoco le interesaba porque no esperaba la compañía de nadie, salvo de una mujer en particular.
Como una criatura recién nacida se sorprendía mucho con cada cosa captada por sus sentidos: el aroma despedido por esas desgastadas paredes; el frío crudo proveniente de las baldosas que chocaban contra los dedos de sus pies y le helaban el cuerpo; los débiles rayos solares posados en el centro de la habitación que acariciaban a nuestro personaje y lo hacían bailar.
Todos los días, caminaba alrededor de ese cuadrado numerado. Cada vez que llegaba a una esquina se sentaba en ella y comenzaba a jugar con sus pies grises que tenían apariencia de miembros anestesiados, y agrandaba sus ojos al máximo. Además estaba cruzado de brazos casi todo el tiempo (por causas que es mejor que el lector descubra), ya no siéndole necesarios. Luego de ese “recorrido” se acomodaba en su silla blanca. Ésta no era notada por la mayoría de los visitantes ya que su color se camuflaba con el resto del cuarto. En oposición a la silla había un escritorio de madera, no muy grande y, sobre él, un espejo.
Este último objeto causaba una singular atracción para nuestro personaje. Durante horas reflejaba su rostro y lo apartaba de aquella solitaria realidad. Esta vez, relucía más que nunca: su encantado espectador lo había limpiado especialmente para sumergirse aún más en él y contarle esa noticia que lo animaba. El hombre estaba completamente exaltado (a su manera) puesto que una de las paredes le había comentado que la única persona que él esperaba, después de tantos años de lejanía, iría a visitarlo; ya estaba preparado, desde hacía bastante tiempo esperaba aquel momento. No cometería ningún error… había planeado ello con suma dedicación.
Sin conocer el tiempo que le quedaba se propuso poner su obra en marcha. Miró nuevamente el brillo de sus ojos en el espejo. Los cerró y aguardó con la cabeza gacha, casi quedándose dormido. De un momento a otro oyó sonidos provenientes del pasillo. Después, pasos lentos. Una de las paredes le alertó la llegada, exponiendo golpes en la puerta que contenía. El hombre abrió sus ojos, extrañándose: el interior de aquel cuarto no parecía el mismo. Acto seguido, sus brazos se ubicaron a cada lado del cuerpo. La pared mayor lo felicitó por su buen comportamiento y le dijo “Podrás dejar de sentir la presión de tus extremidades mientras se haga presente la visita”. A pesar de ese permiso, el hombre no movió ni un solo músculo. En cuanto llegara esa persona, lo haría.
Un negro sacón penetró con delicadeza al cuarto 153. Llegaba hasta el piso y venía acompañado de guantes, un gorro de lana y una bufanda color verde oscuro que hacían juego con él. La dueña de todos ellos, una mujer de unos treinta y cinco años, caminaba hacia el escritorio intentando reconocer al hombre que estaba sentado junto a éste. Hola… dijo ella con una voz entrecortada que parecía encontrarse entre un estado de tristeza y el temor. Rozaron las mejillas del uno con el otro; en ese instante, él sintió un profundo deseo de que aquellas paredes parlanchinas le diesen uno de los tantos antídotos que nombraban para sedarlo por completo. “Entiende que fue por tu bien…” exclamó la mujer al borde de las lágrimas. La figura gris sólo se limitó a sonreír, siempre con la mirada hacia su reflejo. Él ya conocía esas palabras y hasta se podría decir, esperaba que fueran pronunciadas. La dama comenzó a tiritar e trataba de no derramar ni una sola gota de sus ojos mientras la culpa hacía cada vez más pesado su cuerpo.
El “propietario” de aquel cuarto se levantó de un salto (como alimentándose de esa situación) y abrazó con fuerza a la débil presa, haciendo un gran esfuerzo para acariciar el cabello de la visitante.
Habrán pasado de esta manera dos o tres horas, sin decir una palabra. Luego el silencio fue interrumpido… con tono sombrío el hombre pronunció de forma pausada “Me han dicho que pronto podré salir de este lugar, me han curado. Sin ti no sería posible; te necesito a mi lado”. La mujer, sonrojada, afirmó.  Entretanto, él prosiguió con su deseo: sigiloso tomó el espejo, besó a su acompañante lentamente y ella, confundida, observó las oscuras esferas de su amado.
Todo ocurrió en un instante. En cuanto la muchacha elevó los ojos, sintió que un fuerte dolor le invadía la cabeza. Pedazos de vidrio habían sido partidos contra su nuca. El hombre seguía sonriendo. Ya nadie lo tomaría por tonto, pensó. Posó sus labios sobre el cuello y lamió la sangre que caía en éste. Los chillidos cesaron y prensó al cuerpo ya muerto contra el piso. Luego estiró su lengua para dejarlo “en perfectas condiciones”.
Cuando las paredes se percataron del incidente se cerraron cada vez más hasta dejarlo inmóvil, lamentando haberle permitido tal libertad. El señor de la habitación 153 entendió lo que había hecho y lloró… lloró hasta que los ojos se le cansaron.
Como despertando de un estado de shock, abrió los ojos. Se alivió al ver intacto a su espejo y emitió una fuerte carcajada.
El cuarto blanco estaba preparado para recibir un visitante. Una enfermera le comentó al hombre sobre ello y minutos después se oyeron pasos, seguidos de una voz que exclamaba “¡Visita!” mientras un negro sacón penetraba la habitación 153.

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