Una historia que escribí no hace mucho: "Habitación 153".
Este cuento transcurre en un lugar algo apartado de la ciudad, dentro de
un edificio bastante maltratado por el tiempo. En él podemos encontrar cientos
de habitaciones muy parecidas entre sí. Cada una discriminada por un número en particular.
A la
que se le dará mayor importancia será a la número 153. Allí se hallaba un
hombre de mediana edad, con aspecto normal según los patrones de aquella
sociedad, de estatura pequeña al igual que el resto de su cuerpo. Tenía pelo
rubio, el cual le llegaba hasta los hombros y recubría gran parte de su cara; y
sus ojos negros (con los párpados algo caídos) poseían una tenebrosa mirada que
intimaba a quien se atreviera a observarlo de frente. Siempre esbozaba una
sonrisa que lo hacía parecer seguro de sí mismo y conocedor de los más íntimos
secretos habidos desde la concepción del mundo. No mantenía contacto con las
personas, salvo con unas pocas que se acercaban a él. Tampoco le interesaba
porque no esperaba la compañía de nadie, salvo de una mujer en particular.
Como
una criatura recién nacida se sorprendía mucho con cada cosa captada por sus
sentidos: el aroma despedido por esas desgastadas paredes; el frío crudo
proveniente de las baldosas que chocaban contra los dedos de sus pies y le
helaban el cuerpo; los débiles rayos solares posados en el centro de la
habitación que acariciaban a nuestro personaje y lo hacían bailar.
Todos los días, caminaba alrededor de ese cuadrado numerado. Cada vez que llegaba a una esquina se sentaba en ella y comenzaba a jugar con sus pies grises que tenían apariencia de miembros anestesiados, y agrandaba sus ojos al máximo. Además estaba cruzado de brazos casi todo el tiempo (por causas que es mejor que el lector descubra), ya no siéndole necesarios. Luego de ese “recorrido” se acomodaba en su silla blanca. Ésta no era notada por la mayoría de los visitantes ya que su color se camuflaba con el resto del cuarto. En oposición a la silla había un escritorio de madera, no muy grande y, sobre él, un espejo.
Todos los días, caminaba alrededor de ese cuadrado numerado. Cada vez que llegaba a una esquina se sentaba en ella y comenzaba a jugar con sus pies grises que tenían apariencia de miembros anestesiados, y agrandaba sus ojos al máximo. Además estaba cruzado de brazos casi todo el tiempo (por causas que es mejor que el lector descubra), ya no siéndole necesarios. Luego de ese “recorrido” se acomodaba en su silla blanca. Ésta no era notada por la mayoría de los visitantes ya que su color se camuflaba con el resto del cuarto. En oposición a la silla había un escritorio de madera, no muy grande y, sobre él, un espejo.
Este
último objeto causaba una singular atracción para nuestro personaje. Durante
horas reflejaba su rostro y lo apartaba de aquella solitaria realidad. Esta
vez, relucía más que nunca: su encantado espectador lo había limpiado
especialmente para sumergirse aún más en él y contarle esa noticia que lo
animaba. El hombre estaba completamente exaltado (a su manera) puesto que una
de las paredes le había
comentado que la única persona que él esperaba, después de tantos años de
lejanía, iría a visitarlo; ya estaba preparado, desde hacía bastante tiempo
esperaba aquel momento. No cometería ningún error… había planeado ello con suma
dedicación.
Sin
conocer el tiempo que le quedaba se propuso poner su obra en marcha. Miró
nuevamente el brillo de sus ojos en el espejo. Los cerró y aguardó con la
cabeza gacha, casi quedándose dormido. De un momento a otro oyó sonidos
provenientes del pasillo. Después, pasos lentos. Una de las paredes le
alertó la llegada, exponiendo golpes en la puerta que contenía. El hombre abrió
sus ojos, extrañándose: el interior de aquel cuarto no parecía el mismo. Acto
seguido, sus brazos se ubicaron a cada lado del cuerpo. La pared mayor lo felicitó por su buen comportamiento y
le dijo “Podrás dejar de sentir la presión de tus extremidades mientras se
haga presente la visita”. A pesar de ese permiso, el hombre no movió ni un
solo músculo. En cuanto llegara esa
persona, lo haría.
Un
negro sacón penetró con delicadeza al cuarto 153. Llegaba hasta el piso y venía
acompañado de guantes, un gorro de lana y una bufanda color verde oscuro que
hacían juego con él. La dueña de todos ellos, una mujer de unos treinta y cinco
años, caminaba hacia el escritorio intentando reconocer al hombre que estaba
sentado junto a éste. “Hola…” dijo ella con una voz
entrecortada que parecía encontrarse entre un estado de tristeza y el temor.
Rozaron las mejillas del uno con el otro; en ese instante, él sintió un
profundo deseo de que aquellas paredes
parlanchinas le diesen uno de los tantos antídotos que nombraban para sedarlo
por completo. “Entiende que fue por tu bien…” exclamó la mujer al borde
de las lágrimas. La figura gris sólo se limitó a sonreír, siempre con la mirada
hacia su reflejo. Él ya conocía esas palabras y hasta se podría decir, esperaba
que fueran pronunciadas. La dama comenzó a tiritar e trataba de no derramar ni
una sola gota de sus ojos mientras la culpa hacía cada vez más pesado su
cuerpo.
El
“propietario” de aquel cuarto se levantó de un salto (como alimentándose de esa
situación) y abrazó con fuerza a la débil presa, haciendo un gran esfuerzo para
acariciar el cabello de la visitante.
Habrán
pasado de esta manera dos o tres horas, sin decir una palabra. Luego el
silencio fue interrumpido… con tono sombrío el hombre pronunció de forma
pausada “Me han dicho que pronto podré salir de este lugar, me han curado.
Sin ti no sería posible; te necesito a mi lado”. La mujer, sonrojada,
afirmó. Entretanto, él prosiguió con su deseo: sigiloso tomó el espejo,
besó a su acompañante lentamente y ella, confundida, observó las oscuras esferas
de su amado.
Todo
ocurrió en un instante. En cuanto la muchacha elevó los ojos, sintió que un
fuerte dolor le invadía la cabeza. Pedazos de vidrio habían sido partidos
contra su nuca. El hombre seguía sonriendo. Ya nadie lo tomaría por tonto,
pensó. Posó sus labios sobre el cuello y lamió la sangre que caía en éste. Los
chillidos cesaron y prensó al cuerpo ya muerto contra el piso. Luego estiró su
lengua para dejarlo “en perfectas condiciones”.
Cuando
las paredes se percataron del
incidente se cerraron cada vez más hasta dejarlo inmóvil, lamentando haberle
permitido tal libertad. El señor de la habitación 153 entendió lo que había
hecho y lloró… lloró hasta que los ojos se le cansaron.
Como
despertando de un estado de shock, abrió los ojos. Se alivió al ver intacto a
su espejo y emitió una fuerte carcajada.
El
cuarto blanco estaba preparado para recibir un visitante. Una enfermera le comentó al hombre
sobre ello y minutos después se oyeron pasos, seguidos de una voz que exclamaba
“¡Visita!” mientras un negro sacón penetraba la habitación 153.
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